¿Qué está pasando en américa latina?
Álvaro García Linera*
La región vuelve a ser un laboratorio de oleadas progresistas y contraoleadas derechistas que se disputan nuestro futuro político.
Una oleada política reaccionaria recorre el continente. Allá donde las izquierdas y los progresismos colapsan por errores propios (Argentina, El Salvador, Ecuador, Bolivia, Chile) un desembozado antiigualitarismo se abalanza sobre las expectativas colectivas para intentar desmontar derechos y reconocimientos populares conquistados. Allá donde la oleada progresista persiste (Brasil, Colombia, México, Uruguay, Honduras), la asedian y agrietan por todos lados para intentar derrocarlos. Donde puede (Venezuela), ensayan intervenciones extranjeras.

América Latina siempre ha sido un continente convulso y extremo. De revoluciones populares, golpes de Estado y dictaduras militares. Pero también de ciclos de estabilidad institucional. El neoliberalismo, por ejemplo, que en algunos casos se inició con dictaduras (Chile, Argentina) o en momentos de transición democrática (Bolivia, Paraguay, Uruguay, Ecuador, Brasil), dio lugar a un periodo de 20 años de relativa normalización del régimen de acumulación económica y un sistema de partidos políticos convergentes en la des-sindicalización, la privatización de empresas públicas y la apertura comercial. Si bien al principio no estuvo exento de resistencias sociales, logró comandar el horizonte predictivo de las sociedades.
Igualmente, los gobiernos progresistas y de izquierda que emergieron a inicios del siglo XXI en buena parte del continente, también lograron estabilizar el crecimiento económico y el sistema político por más de una década. En el caso boliviano hasta cerca de dos décadas.
No obstante, pese a esta aparente similitud de temporalidades y extensión territorial, se tratan de procesos cualitativamente muy diferentes. El neoliberalismo vino de la mano de una alianza de los grandes exportadores, los financistas, clases medias letradas y las grandes corporaciones occidentales, asesoradas por los organismos de financiación internacional (FMI, BM). La resistencia a su implementación la encabezaron las declinantes clases asalariadas vinculadas a la sustitución de importaciones de los tiempos del capitalismo de Estado. En el caso del progresismo, este vino de la mano de coaliciones flexibles de los agraviados por el neoliberalismo: trabajadores asalariados sin sindicato, clases medias desplazadas por las elites management, pobladores multioficios de las zonas periurbanas, bolsones de sindicalistas y, en el caso de Bolivia y Ecuador, de un potente movimiento campesino e indígena.
Pero, además, y esto resultara decisivo a la hora de entender el presente, la estabilidad neoliberal continental se construyó sobre los pilares de una reforma general del orden económico y político global: EE.UU. y Europa desmantelaban gradualmente los pactos sociales del Estado de bienestar construido desde los años 30. China abrazaba el “libre comercio” y, la economía planificada de la URSS se desmoronaba ante el ímpetu de los mercados globales. La sentencia thatcherista de “no hay alternativa”, en su brutalidad, tenía soporte plausible en una triunfante globalización legitimada por un liberalismo político atemperado. Los lideres latinoamericanos de entonces no tuvieron nada que inventar para desplazar el desarrollismo nacional en crisis. Simplemente bastaba con hacer copy page y traducir los papers del FMI para presentarse como “estadistas” ante un electorado expectante de alternativas.
El ciclo progresista latinoamericano en cambio, tuvo que nadar contra la corriente mundial globalista. Allá cuando surgió en los años 2000-2006, lo hizo quebrantando algunas, o muchas según el caso, de las normas prevalecientes a escala global: ampliar derechos sociales, re-sindicalizar, proteger producción local, subir impuestos a las corporaciones extranjeras, redistribuir riqueza, nacionalizar empresas, etc. Es decir, llevo adelante políticas contrarias al sentido común neoliberal aun dominante en el mundo (con excepción de China). Y ahí estuvo su creatividad y audacia. De hecho, el continente se adelantó 15 años a lo que ahora las propias economías “desarrolladas” intentan implementar selectivamente bajo el paraguas de “políticas industriales”, “proteccionismo” o guerras arancelarias. Pero este desacople de temporalidades entre el continente y el resto del mundo, también ha contribuido al actual cansancio e inestabilidad del progresismo latinoamericano que lo lleva hoy a coexistir al lado de una oleada ultraderechista.
La oleada de izquierdas
El neoliberalismo continental tuvo dos momentos de consolidación. El primero, cuando logró parar la inflación emergente de la crisis de la deuda de los años 80 mediante la contracción de la inversión pública y la liberalización las importaciones. Y segundo, cuando dinamizó la economía interna con la inyección de capitales extranjeros atraídos por la subasta de las empresas estatales. Pero, con ello, se sentaron las bases de su posterior caída. El “ajuste fiscal” deterioró la red básica de protección social con el que cualquier Estado del mundo cohesiona a su población; en tanto que, con la privatización, el capital extranjero comenzó a externalizar las ganancias de sus inversiones, lo que llevó a una nueva fuga de dólares. Esto, más la caída de los precios de materias primas, lanzaron a las economías regionales al estancamiento, inflación y posterior recesión económica.
Los distintos gobiernos de izquierda y progresistas de Latinoamérica son la respuesta social a ese declive estructural del neoliberalismo continental a inicios del siglo XXI.
A la frustración material colectiva le acompañara una corrosión de las lealtades al individualismo competitivo y al sistema de partidos que lo legitimó. Vino una crisis nacional general en la mayoría de los países. Ahí es que lograron irrumpir distintas formas de protagonismo popular que revitalizaron nuevos horizontes predictivos apegados a la igualdad, la justicia social y la soberanía.
Y es que la acción colectiva no sólo es un mecanismo de protesta legítima de la sociedad. Cuando es amplia y expansiva bajo las formas de estallidos, protestas masivas, levantamientos o insurrecciones, es además un productor de nuevos esquemas cognitivos compartidos con los que las personas trastocan su ubicación en el mundo y reinventan nuevas direcciones de la vida en común de los pueblos. Genera una disponibilidad social general a revocar antiguas creencias asociadas a decepción y fracaso; al tiempo que empujan a adherirse a nuevos sistemas de certidumbres capaces de proyectar otros destinos posibles.
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*Álvaro García Linera es una de las figuras intelectuales más relevantes del marxismo latinoamericano. Estudiante de matemáticas en la UNAM, participó en la fundación del Ejército Guerrillero Tupaj Katari (EGTK) y pasó varios años como prisionero político en la cárcel de Chonchocoro de La Paz. Fue elegido vicepresidente de Bolivia en 2006 y reelegido hasta el golpe de Estado de 2019 que le obligó a exiliarse junto al presidente Evo Morales. Autor de más de dos decenas de libros, su última obra “El concepto de Estado en Marx: lo común por monopolios” (Akal, 2025).
