Una alternativa a la pobreza y a la violencia

Por: 

Alejandra Dinegro Martínez

Jubilados, mujeres, jóvenes, vendedores ambulantes, lustrabotas, profesores, cuida carros, guachimanes, trabajadores de esos que el sistema llama independientes y hasta niños. Ciudadanos de todas las edades, de ambos sexos y de los lugares más pobres de Lima, se encuentran un punto en común a la hora de buscar comida: el comedor popular.

Todos con una historia diferente y con un denominador común: la pobreza. Al mediodía, los comensales suspenden su realidad por unos minutos: los cachuelos, las limosnas, la ausencia familiar, alguna enfermedad, y una larga lista de carencias, que alivian el estómago vacío gracias al menú del comedor. Los comensales empiezan a desfilar con paso apurado, y así se aseguran una ración bien servida. Aquí, comer no es un placer, es una necesidad; en la cola, no hay apetito, hay hambre. Todos en un mismo lugar, en una misma mesa. De las ollas se desprende el vapor, con esencia de pobreza.

Entre los temas que hoy definen nuestra agenda, existe uno que tiene profundos vínculos e implicancias: hablamos de la desigualdad, expresada por las crecientes brechas de carácter económico, fundamentalmente, pero también sociales, de género, étnicas, entre otras; que existen entre aquellos que disfrutan de una posición segura y privilegiada dentro de una sociedad y aquellos que por diversas razones ven limitados su derechos: a un empleo decente, un ingreso suficiente, una alimentación adecuada, una vivienda segura, etc.

Se define esta realidad como una situación que afecta a la persona, a la sociedad y plantea un problema ético, en la medida que expresa y reproduce la exclusión de oportunidades a las personas para desarrollar sus capacidades y desempeñarse en la vida de acuerdo a las potencialidades humanas, a la vocación y a otras maneras consideradas valiosas por la sociedad y por los individuos. Todo ello constituye una restricción a la libertad y dignidad humana, que proviene de relaciones económicas, sociales, culturales y políticas injustas; múltiples factores que determinan su existencia, ocurrencia, persistencia en el tiempo y su transmisión de una generación a otra.

Hoy en día, muchos de los comedores populares son la única luz que alumbra, las ya, grises vidas de los más pobres. La situación se vuelve más gris, cuando son las mujeres, las más afectadas. Y que además de soportar la pobreza, toleran niveles de violencia intolerables a todo sentido humano. 

Muchas de las mujeres que participan en los comedores, han logrado vencer el mundo de la violencia familiar, la dependencia económica y emocional, el analfabetismo y la carencia de sentirse útiles en la vida. Muchas mujeres dejaron de estar en el espacio privado, para pasar a tener una función en el espacio público, de las instituciones, el barrio, el comedor, el municipio y la conquista de sus propios sueños. 

Las sociedades, el tiempo y las nuevas formas de vida adoptadas ante los cambios tecnológicos, económicos, sociales, culturales juegan un aspecto clave en el actual desarrollo de este tipo de organización barrial. Los comedores populares no han desaparecido, al contrario se han adaptado a las nuevas innovaciones que están a su alcance y que ellas adecuadamente tratan de aplicar en sus diversas localidades. Tal es el caso de la propia preparación de los alimentos: pasaron de usar la leña a utilizar balones de gas y en otros casos, ya cuentan con conexiones domiciliarias.  Algunos de estos comedores populares, sobretodo, autogestionarios, imparten talleres y capacitaciones a sus socias. 

Y es que pensando en ellas y en sus demandas, propiciamos la publicación de mi segundo libro: “Revalorizando la gestión social de los comedores populares: experiencias de Lima Norte”. Y ya con ellas se había concebido la idea de un programa municipal y ministerial que apueste por ellas. Un programa de Comedores Populares Productivos, como lo denomino yo. Capaz de brindar una oportunidad para que muchas mujeres encuentren una salida efectiva a la violencia y a la pobreza. 

La apertura de un programa, que no sólo sea protector, sino promotor de habilidades a través de capacitaciones en oficios y tareas con las cuales ellas puedan ir adquiriendo independencia económica, abriría nuevos canales de relación con las instituciones públicas. 

Se rompería así, poco a poco el perfil filantrópico al que ellas estaban habituadas. Y es aquí lo medular al aplicar políticas públicas, orientadas no a la construcción de redes clientelares, sino de abrir nuevos espacios de participación política y fortalecimiento de las organizaciones barriales, de ese tipo de organización al que la corrupción, suele carcomer. Una realidad que puede cambiarse con voluntad y decisión.

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