Por una izquierda republicana, socialista y patriótica (II)

Por: 

Manolo Monereo

Capítulos del libro de Manolo Monereo 'Oligarquía o democracia. España, nuestro futuro' (El Viejo Topo, 2020), que recopila sus últimos artículos
Presentamos dos capítulos: 'España, ¿un Estado fallido?' y 'Por una izquierda española republicana, federalista y socialista. Contra el pesimismo' 
Puedes leer los tres primeros capitulos AQUÍ 

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España, ¿un Estado fallido?

He tardado mucho en entenderlo. Diagnóstico y estrategia se acompañaban. Pensar España como un Estado fallido iba seguido de una estrategia para hacerlo factible. No para transformarlo, cambiarlo, democratizarlo sino, pura y simplemente, para cuartearlo, romperlo y reducirlo. Asombra, con toda la bibliografía historiográfica y politológica existente, que se pueda llegar a una conclusión semejante. Recientemente, El Viejo Topo ha reeditado, con materiales añadidos, dos libros importantes de Solé Tura que nos ayudan a aquilatar, en tres temporalidades, hasta dónde se ha llegado en esta deriva entre nacionalismos. El primer libro Catalanismo y revolución burguesa lo leímos muy jóvenes y marcó el debate político (edición catalana, 1967; edición española, 1970; y edición de EVT, 2018). El otro libro, más otoñal, intentaba recapitular la llamada cuestión nacional, más de 20 años después; en el intermedio, la plasmación de lo que se ha llamado el “Estado autonómico”. En un tercer tiempo, señala el paso de una estrategia autonomista o federalista a otra soberanista e independentista, que es en la que estamos. 

No es exagerado afirmar que España como Estado vive una crisis existencial y así es percibida por los actores políticos fundamentales, por las poblaciones y por las estructuras del poder institucionalizado. La crisis del régimen constitucional del 78 tuvo un origen fuertemente social y derivó muy pronto en crisis de régimen. Creo que habrá acuerdo, insisto de nuevo, en que los dos movimientos terminaron por oponerse. Uno fue frenado en seco por el otro: la “cuestión nacional” se opuso conscientemente a la “cuestión social”, la neutralizó y la pasó a un territorio secundario como refuerzo e impulso de un imaginario independentista dirigido por la derecha nacionalista. No deberíamos engañarnos y dejarnos llevar por los viejos prejuicios: cada vez que asome como posibilidad una real agenda social, los conflictos identitarios volverán y la unidad de España será cuestionada. 

Concebir que era posible, sin grandes dificultades, iniciar un proceso unilateral de secesión de Cataluña sin que la correlación de fuerzas existente se modificara, sin que las estructuras del Estado se pusieran en tensión, sin que la opinión pública interna y externa se polarizara dramáticamente, sin que emergiera con todo su peso un nacionalismo español que siempre estuvo ahí —y que había convivido sin mayores dificultades con el nacionalismo vasco y catalán— mostraba un serio desconocimiento de la realidad del país. España no es un Estado fallido y no lo será; seguir por este camino nos lleva a la guerra civil o a formas más o menos duras de autoritarismos político. Quien tenga ojos, que vea. 

Es curiosa la simetría que hay entre los dos nacionalismos, el español y el catalán. Anteriormente hemos escrito sobre la llamada “analogía doméstica”. Vuelvo a ello. Llevamos decenios hablando de que el Estado-nación se ha convertido en algo obsoleto, que está en decadencia y que no es capaz hacer frente a los retos civilizatorios de una humanidad que se adentra en una etapa marcada por la inseguridad y el bloqueo del futuro. La crítica contra el concepto de soberanía como algo peligroso, arcaizante y escasamente democrático, se fue convirtiendo en un sentido común. No es fácil deslindar soberanía estatal de soberanía popular, pero se prefirió sacrificar ésta en nombre de aquella. Hay un problema: para hablar de política en sentido fuerte hay que emplear determinadas palabras que expresan conceptos y proyectos; “soberanía” es una de ellas. Esa etapa que vivimos, la de globalización triunfante e irreversible, fue llamada “postsoberana” y, sin embargo, el término retorna una y otra vez, por arriba y por abajo, pero con la rara peculiaridad de que nunca es predicable para España. Macron ha empleado este término para hablar de una Europa soberana y también de una Francia, sin que se entienda muy bien cómo se pueden casar las dos, sobre todo, si también hablamos de soberanía popular. Por otro lado, el independentismo defiende la soberanía estatal como rasgo fundamental de una república catalana. Estas dos posiciones se pueden argumentar civilizadamente, ser consideradas razonables y hasta progresivas; pero lo que no se admite es la soberanía del Estado español y el derecho de la ciudadanía española a autogobernarse. Es decir, hay soberanías buenas y positivas, así como otras no tan buenas ni tan positivas; al parecer, no existe el pueblo español como demos, como unidad política histórica.

Para la mitad, al menos, de las personas que viven y trabajan en Cataluña la propuesta independentista significa situarse ante un dilema también existencial, a saber, elegir entre España y Cataluña. Miles de hombres y mujeres que llegaron a esas tierras de todas partes del país, que tuvieron que ganarse la vida en condiciones de sobre explotación sin derechos laborales y sindicales, que fueron el verdadero motor del cambio político y que defendieron como nadie los derechos nacionales y políticos de Cataluña, hoy son obligados a escoger entre sus patrias y a entrar en un debate identitario en momentos donde la crisis económica acecha, las precariedad se generaliza, los servicios públicos se degradan y  privatizan, a la vez que  la desigualdad crece y se amplía. Todo esto de pronto ha emergido con la covid-19 y la situación, como la de todo el Estado, se ha vuelto dramática. Por añadidura, un dato a no olvidar: el desastre del Estado autonómico como mecanismo democrático para resolver los problemas de las personas. El partidismo se ha mezclado con el clientelismo, sometiéndose a los poderes económicos locales. 

El otro lado de la contradicción también se hace visible: un nacionalismo español duro, militante, con las arcaicas consignas del franquismo, reclamando la vieja España inmortal, centralista, monárquica, autoritaria y neoliberal. Vox es tan burdo en sus argumentaciones que se corre el peligro de minusvalorarlo y convertirlo en pura nostalgia del pasado. No nos deberíamos engañar. Vox responde a la crisis de Estado español y es tan actual entre nosotros, como las derechas en el poder en Polonia, Hungría o Chequia. Diferente del populismo de derechas, pero con vocación de mayoría y de anclaje en las clases trabajadoras. Vox vive un dilema no resuelto: ser una fuerza con voluntad de hegemonía o una plataforma ideológica para hacer girar más a la derecha del PP. Por lo pronto Vox sigue siendo la tercera fuerza política del país, tiene una militancia especialmente motivada y lo fundamental, prosigue su implantación territorial, buscando desesperadamente implantarse en los barrios obreros o en los más marginados.

Cuando los valores y principios entran en contradicción con la práctica real que se hace se suelen reajustar aquellos y perpetuar ésta. El término que nos viene ahora es el de “soberanías”, en plural. La ubicación política se sitúa, en principio, más a la izquierda, más republicano-socialista, sin romper los lazos con la derecha catalana y priorizando el enfrentamiento con el Estado español. En cierto sentido, algo tan viejo como todos los frentes nacionales. Sin embargo, hay novedades. Se predica en plural no tanto para compartir soberanías —como el ya superado federalismo asimétrico— sino para apostar por un Estado confederal en sentido estricto como salida a la crisis. ¿Cómo llegar a un tipo de Estado así configurado? ¿Qué tipo de régimen político resultante en Cataluña y en el resto de España?  Las preguntas son pertinentes. Una cosa es enfrentarse al Estado español para negociar su estatus confederal; otra, forjar alianzas políticas para cambiar este régimen y abrir un proceso constituyente que decida la forma-Estado, la que podría ser confederal o no. El independentismo lo tiene más claro: el proceso constituyente ya se ha producido y solo cabe negociar la transición para la República catalana. Nada se puede esperar de las fuerzas democráticas españolas y solo cabe la vía unilateral. Las soberanías en plural, el confederalismo como alternativa debería aprender del ya viejo debate sobre el federalismo plurinacional: los nacionalistas radicales no admiten otra cosa que la soberanía Estatal. El enemigo es España y la peor alternativa posible es el federalismo, plurinacional o no.  

La otra cara del debate podría plantearse así: ¿un Estado confederal en una Europa federal? La contradicción no puede ser eludida, como se hizo evidente en la llamada Ley de Transitoriedad, capítulos 14 y 15. Para la mayoría del independentismo peninsular la UE es el horizonte y destino. Reivindicar la independencia para transitar como República catalana a una UE donde los Estados no tienen soberanía económica, se engarzan al sistema euro y se encadenan al dispositivo OTAN, no debería merecer un esfuerzo tan titánico y con tantas rupturas. Si el centro del debate, como hacen los independentistas más radicales, son las políticas socialistas y anticapitalistas desde un modelo económico autocentrado que organice un tejido productivo coherentemente asentado en el territorio, habría que plantearse su viabilidad fuera de la UE, contra el Estado español y, cuestión no pequeña, frente a las derechas nacionalistas catalanas y la izquierda moderada que es ERC. Los nacionalistas catalanes como los nacionalistas españoles saben que el verdadero “escudo” de su poder está en la Unión Europea. El Estado español, en su configuración actual, es poca cosa, poco enemigo; el poder que manda está en otro lado, en el que tiene que ver con la OTAN y la UE. No se engañan los nacionalistas.

Sorprende lo poco que han durado las propuestas federalistas y asombra que a la hora de la verdad se defienda la soberanía, aunque sea en plural. El nacionalismo siempre se opuso al federalismo con razones soberanistas más o menos confesables, pero situando a España como enemigo principal e impidiendo una alianza política y de clase para transformar el Estado, conquistar una república federal, reivindicar un modelo económico-social igualitario y democrático comprometido con la justicia. ¿Quién gana? ¿Quién está ganando? Las derechas duras y autoritarias, los grandes poderes económicos, la omnipresente oligarquía financiero-corporativa y unos entramados sociales y políticos que nos llevan hacia sistemas más autoritarios que degradan nuestros debilitados Estados sociales. 

He insistido en estos materiales de debate y confrontación aquí reunidos, que estamos pasando de una crisis de régimen a una crisis en el régimen. La clave es la primacía del “palacio” y la autonomización de los aparatos e instituciones del Estado. La estrategia unilateral y la secesión como objetivo sitúan a Cataluña y a España en un callejón sin salida. El conflicto exacerbado entre los dos nacionalismos mata el debate político real, bloquea cualquier posibilidad seria de cambio de régimen y sitúa la cuestión social en un plano secundario. Esto es ya experiencia acumulada y no solo opinión. La ruptura del nacionalismo catalán más conservador, el enfrentamiento entre éste y Esquerra Republicana, son señales de que el proyecto independentista ha llegado a su límite: rectificación o pudrimiento; una situación, insisto, que solo beneficia al nacionalismo español más reaccionario. 

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Por una izquierda española republicana, federalista y socialista.
Contra el pesimismo

La realidad es una y múltiple. De Lenin aprendí que ésta es un complejo en la que se entrecruzan contradicciones que admiten lecturas diversas y posibilitan impulsar el cambio y la transformación. Si intentamos ver las líneas de fractura que se están configurando en la actual transición geopolítica y civilizatoria, desde el punto de vista de las clases subalternas, deberemos constatar que la situación está llena de dificultades y desafíos. ¿Cómo ser realista sin caer en el pesimismo? No será fácil. Por lo pronto, venimos de una derrota de grandes proporciones. El proyecto socialista en sentido fuerte se está convirtiendo en memoria histórica, en algo que ya fue pero que hoy ya no tiene vigencia. Sin embargo, una alternativa al modo de producir, vivir y consumir del capitalismo es más urgente que nunca. Sobre esta contradicción tendremos que cabalgar durante mucho tiempo. Es muy difícil luchar, comprometerse y sufrir sin un imaginario crítico y alternativo. Los poderes fácticos no nos lo pondrán nada fácil. Esta etapa también es la del anticomunismo sin comunistas. Los medios de comunicación, las grandes editoriales, los intelectuales orgánicos siguen con la tarea de criminalizar la experiencia histórica del socialismo y del movimiento obrero organizado. Confrontan, memoria histórica para los de abajo y memoria histórica para los de arriba, con contenidos diferenciados y con la tremenda tarea para la segunda, de enlodar al proyecto histórico de la primera, el que configuró como sujeto político a las clases trabajadoras, a los desposeídos y humillados. El miedo todavía les dura.

¿Cómo situarse en una coyuntura tan dramática como esta sin un proyecto creíble de transformación social? La palabra creíble es algo más que posible; indica que es deseable, que merece la pena luchar por eso. No creo que esta cuestión se pueda resolver en debates entre intelectuales o en seminarios de activistas. Hará falta tiempo, sujetos, lucha social, programas y organizar imaginarios que transformen nuestro sentido común. Entramos en el terreno resbaladizo de las mediaciones, de los objetivos intermedios, de las estrategias que se escapan en el día a día, en donde el oportunismo acecha y nos convierte en actores secundarios de una obra que no hemos escrito. Aun así, perseverar contra el pesimismo y hacer política en grande. Voluntad de transformación y de poder.

Hablar de izquierda española suena a provocación. Como se suele decir, ella está en la vida y no en la teoría. Hoy se ve con toda claridad que hay dos modelos de país en juego, como casi siempre. Pero falta un actor que ha desaparecido y que ha sido un elemento esencial en la historia de esto que llamamos España. Me refiero al republicanismo, a la democracia republicana que fue la crítica al liberalismo conservador, a la monarquía corrupta y a una oligarquía omnipresente que controlaba la vida pública del país. Ese republicanismo, que unió a Costa y Azaña, a Indalecio Prieto y a Dolores Ibarruri, a Largo Caballero y a José Díaz, a Juan Negrín y a Ramos Oliveira, con todas sus contradicciones y controversias, a veces durísimas, ha sido anulado por una transición que convirtió a una monarquía reinstaurada por Franco, en una “simple” forma de Estado. Hoy sabemos que era algo más que eso y que nunca fue una verdadera monarquía parlamentaria. Retorna la república unida, como siempre, a realizar la transformación social del país, a la regeneración de la vida democrática, a la conquista y ampliación de derechos, a la defensa intransigente de la soberanía popular y a la independencia nacional. Ellos, los que mandan, y sus aliados en todos los partidos, nos están enseñando que la monarquía en nuestro país es el eje aglutinador del bloque en el poder; y es garantía de su perpetuación. Insisto, algo más que una forma de Estado, la monarquía es el Estado mismo.

Izquierda española y republicana. El peligro puede ser mortal. Si la república se acaba identificando con el independentismo, la monarquía ganará y, con ella, el bipartidismo y los grandes poderes económicos. La tradición política de la que provengo siempre defendió un proyecto nacional popular republicano que construyera y organizara un bloque social alternativo hegemonizado por las clases trabajadoras. Eso se perdió entre los vericuetos de falsos consensos, amenazas de golpes de Estado y olvido planificado de una parte sustancial de nuestra historia. La provocación está en los hechos. Insisto, en los hechos. La necesidad de disputarle a las derechas la idea e imaginario de España, pero desde una alternativa republicana, federal y socialista. La condición previa es no tener miedo a las descalificaciones, y lo más difícil, defender en positivo la III República (que no es la I, que no es la II) como proyecto y programa, partiendo de ella para definir posición política sobre las grandes cuestiones que marcarán el futuro de España.   

Publicado en Cuarto Poder

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