La ardua tarea de superar la herencia fujimorista

Por: 

Manuel Guerra

El fujimorismo irrumpió en el escenario político peruano en un contexto bastante crítico de nuestra historia. La violencia senderista y la guerra sucia emprendida desde el Estado, sacudían el territorio cobrando decenas de miles de víctimas, en su mayor parte campesinos indefensos; los partidos de izquierda, inmersos en una profunda crisis como producto de la debacle de la IU y el derrumbe de la ex URSS sufrían, asimismo, las consecuencias de la ofensiva derechista que los vinculaba al terrorismo, lo que afectaba en la misma proporción al movimiento popular; los partidos tradicionales de la derecha (AP, PPC y el APRA) estaban desacreditados al no haber podido resolver el problema de la violencia, ni la grave crisis económica que afectaba al país. A ello se sumaba la escandalosa corrupción que empezó a manifestarse en el primer gobierno aprista.

El terreno estaba preparado para el surgimiento de aquel out sider que derrotó al FREDEMO con un discurso contra los “políticos tradicionales” y contra el programa de ajuste que pregonaba el candidato de la alianza derechista, Mario Vargas Llosa. Pero las condiciones también se mostraron favorables para que el modelo neoliberal empezara a aplicarse sin encontrar mayores resistencias. La derrota de Vargas Llosa no significó la derrota del programa que propugnaba; es conocida la rápida conversión de Fujimori, quien una vez en el gobierno empezó a aplicar las medidas que había rechazado como candidato.

El fujimorismo inauguró un estilo de gobierno que no puede explicarse sin tener en cuenta las condiciones señaladas; tampoco sin considerar el sustento que le proporcionó el neoliberalismo, la cultura y valores con que se alimentó el monstruo que necesitaba el modelo para expandirse y profundizarse.  La guerra sucia que empezó a aplicarse con el segundo belaundismo y continuó con el gobierno aprista, llegó a una macabra depuración con el fujimorismo a través del control de las fuerzas armadas y policiales y los servicios de inteligencia, de la mano de Vladimiro Montesinos. Este escenario facilitó también  el control de los medios de comunicación, del Poder Judicial, el Parlamento y el conjunto de instituciones del Estado. La corrupción que se hizo patente y que alcanzo niveles descomunales formó parte de este amasijo, un engranaje vital de toda esa maquinaria. 
 
Todo ello con el beneplácito y el soporte del gran empresariado, de esa derecha apátrida y cavernaria que ha oficiado siempre de intermediaria del capital foráneo.

El fujimorismo pasará a la historia como el régimen más dañino y pervertido que ha tenido el país. La corrupción, el entreguismo, la violación sistemática de los derechos humanos son los rasgos con los que comúnmente se lo define y condena. No obstante, hay un aspecto al que no se le presta la debita atención y que, a mi juicio, constituye su herencia principal y que explica que aun tenga un espacio político importante en la actualidad. 

Esta herencia consiste en la victoria obtenida por el fujimorismo en el terreno de las ideas. La degradación moral, la cultura de “roba pero hace obra”, el pragmatismo que alimenta  a los tránsfugas, el asistencialismo convertido en forma de hacer política aprovechándose de la pobreza de la gente; todo ello está profundamente arraigado en la mente de importantes sectores populares que constituyen la principal base social del fujimorismo. No de otra manera se explica que no obstante las trapacerías cometidas por esta cofradía de delincuentes y que su cabecilla esté purgando condena en prisión, Kenyi Fujimori haya sido elegido con mayor votación al Parlamento, que el fujimorismo cuente con presencia en no pocos gobiernos municipales y regionales y que hoy Keiko Fujimori cuente con la preferencia de un tercio del electorado.    

En consecuencia, el combate a fondo contra el fujimorismo tiene que darse fundamentalmente en la esfera del pensamiento. Siendo importante, no basta con oponerse a una candidatura; es preciso conquistar no solo la emoción de la gente, sino principalmente su conciencia, llevar a cabo una renovación de la política, la asimilación de valores consistentes con los grandes cambios que el Perú requiere. Se trata de un trabajo arduo, que trasciende la actual coyuntura electoral.

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