América Latina frente a Venezuela

Por: 

Juan Gabriel Tokatlian

La Revolución Bolivariana que comandó Hugo Chávez no prometió una democracia liberal. Su propósito era establecer una democracia mayoritaria que desembocara en una democracia participativa. Se retomaba, aunque en clave popular y antielite, lo que en 1919 publicó el periodista y político venezolano Laureano Vallenilla Lanz, en su libro Cesarismo democrático. Ante lo que concebía como la existencia de un pueblo incapacitado, Vallenilla reivindicaba para el país el ideal del caudillo carismático y gendarme que concentrase poder y garantizase orden. O, puesto en otra clave y en términos de Antonio Gramsci, ante la muy aguda inestabilidad derivada del «Caracazo» de 1989, Chávez aparecía para muchos como la expresión de un «cesarismo progresista».

A partir de la gestión de Nicolás Maduro, la incierta aspiración a una democracia mayoritaria encabezada por un «buen César» se transformó en un «cesarismo regresivo» y en una oclocracia liderada por un «mal César». Según Polibio (siglo II a. C.), la oclocracia desvirtuaba la democracia con su recurso a la demagogia y la ilegalidad. En una interpretación más moderna, en una oclocracia, antes que fortalecer a un pueblo organizado y el poder popular, se instrumentaliza a las masas por diferentes medios y se afirma una estrecha base de apoyo para lograr la supervivencia de un grupo en la cima del gobierno. Ahí se produce un retroceso: componentes básicos de toda democracia, como la protección de los derechos humanos, se degradan y surgen dispositivos autoritarios. En Venezuela esto se da en medio de una monumental crisis económica, que arrasa con los avances que beneficiaron a los sectores populares, agudiza la confrontación social y refuerza una economía sustentada en el petróleo.

Pero más allá de tal o cual definición politológica que precise la naturaleza del régimen actual, la comunidad internacional debe lidiar con la Venezuela realmente existente y no con la que impugnan sus críticos de distintas orillas políticas, la que desean los que abogan por una democracia liberal o la que defienden los amigos del «socialismo del siglo XXI».

Tal realismo demanda, de entrada, la respuesta a una pregunta: lo que hace el gobierno de Maduro ¿es el resultado de una gran cohesión del «chavismo» y su plan de perpetuación en el poder, que se produce en medio del avance de fuerzas opositoras unificadas y legitimadas y ante el surgimiento de inquietantes fisuras en la fuerza armada? Si la respuesta es sí, entonces no es mucho lo que pueden hacer América Latina y la comunidad internacional para frenar un choque de trenes ruinoso. Si, por el contrario, lo que subyace es la existencia de pugnas intensas en la cúpula dirigente, la creencia de ciertos sectores oficiales de que no es viable la perennidad del gobierno, la presencia de conscientes voces opositoras que comprenden que es imperativo acumular respaldos de manera pacífica y el temor de los militares de las consecuencias de una profunda división del país, entonces sí habría una pequeña –muy pequeña– ventana de oportunidad para que la región aportara una solución política que siempre será posible por lo que hagan los propios venezolanos.

Pero si fuera esto factible, América Latina debe superar cuatro dificultades evidentes. Primero, los mandatarios deben evitar que sus preferencias ideológicas obstaculicen el posicionamiento de cada país: se necesitan mentes lúcidas y prudentes. Segundo, el caso Venezuela no puede ser solo funcional a la dinámica interna –electoral y/o política– de cada nación: se requiere un balance entre motivaciones internas y responsabilidades externas. Tercero, es disfuncional para la región en su conjunto, y más allá de esta coyuntura, puede erosionar, por acción u omisión, los foros como la Unión de Naciones Suramericanas (Unasur), la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac), entre otros. Y cuarto, es estratégicamente contraproducente aislar y aislarse de Venezuela y contribuir así inadvertidamente a que Estados Unidos asuma un papel protagónico que será, con más sanciones y amenazas, el preámbulo de mayor inestabilidad en el área: toda América Latina está en una situación demasiado delicada como para jugar con fuego.
Si se lograsen superar los obstáculos mencionados, dos cuestiones son fundamentales. Por un lado, aunque es esencial un cambio, Latinoamérica no debería precipitarlo. La idea de una transición inmediata puede ser incluso peligrosa. En octubre próximo habrá elección para gobernadores y la presidencial de 2018 será en diciembre. Se debería procurar que esa fecha fuese efectivamente anticipada. Por otro lado, si se avanzara en una salida a la crisis, hay que reconocer que la situación económica no se resolverá rápida ni fácilmente y, por lo tanto, habrá que comprometerse en serio con el futuro venezolano. La eventual transición venezolana debiera acompañarse para que no resulte en una frustración que, a su turno, reagudice las contradicciones imperantes; contradicciones que en el fondo expresan el agotamiento de un modelo social, económico y político anclado en el rentismo petrolero.

América Latina ya ha conocido en los años 60, y por décadas, lo que sucedió después de la Revolución Cubana. La mezcla de plegamiento a Washington en su política de cercamiento, aislamiento y punición de La Habana y la ausencia de una mínima concertación regional pragmática para evitar cortar puentes con Fidel Castro tuvo consecuencias lamentables para la región. Se «continentalizó» definitivamente la Guerra Fría y se contribuyó a exacerbar clivajes internos en cada país como reflejo de ello; esa combinación fue nefasta para el bienestar, la estabilidad y la autonomía de las naciones latinoamericanas. Sin duda, aquella experiencia debe haber dejado algunas lecciones.

En forma concomitante, en Venezuela hay intereses regionales en juego. Venezuela se enfrenta hoy a la crisis más dolorosa y de mayor alcance de América. La degradación de la situación actual sería catastrófica para todos los venezolanos y podría tener efectos nefastos para América Latina. En estos momentos, la comunidad internacional sabe cuánto se ha deteriorado la economía, cuán profunda e intensa es la polarización política y cuán ineficaces han sido las contribuciones puntuales de buenos oficios desde el exterior. Básicamente, el país se encuentra atrapado en una situación inestable y de signo negativo. En ese contexto, la parálisis diplomática y la retórica agresiva solo garantizan una menor defensa de los propios intereses nacionales de los países vecinos y de los más distantes también. Preservar América Latina como zona de paz es una autoexigencia ineludible para la región.

Finalmente, en el caso de Venezuela es primordial evitar lo que llamo el «efecto Bubulina». En la película Zorba el griego había un personaje, Madame Hortense (que interpretó Lila Kedrova, que recibió por este papel el Oscar a mejor actriz secundaria en 1964), quien habitaba el autodenominado Hotel Ritz, que pudo haber tenido cierto esplendor pero que se fue deteriorando paulatinamente. A ella se la conocía en el pueblo como la «Bubulina». Buena parte de los aldeanos –en este caso, de Creta– estaba a la espera de la muerte de la Bubulina para saquear el hotel. Y en efecto, eso ocurre cuando alguien grita que ella falleció. Uso metafóricamente esa imagen para sugerir que lo peor que puede suceder en esta hora es que buena parte de los gobiernos del continente –e incluso, extrarregionales– procuren usufructuar la grave crisis venezolana; unos para propósitos internos de diversa índole, otros para acercarse más a Washington suponiendo que obtendrán ventajas de algún tipo; otros en función de cálculos estratégicos respecto a la riqueza petrolera del país, etc.

Este es el momento de que la región repiense qué quiere y puede hacer para que Venezuela no se deslice hacia un abismo de imprevisibles costos internos y regionales.

Publicado en Nueva Sociedad

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